“Tengo una hermosa vida que no quiero que se acabe” - Primera Edición

2022-09-16 18:16:28 By : Mr. Renlong Ma

Después de dedicar buena parte de su vida a la tarea social entre los jóvenes, José de Jesús Martínez (77) se recluyó en su taller de arte para dar forma a sus extraordinarias obras y a seguir de cerca a sus siete amados hijos, ocho nietos y dos bisnietos.

A pesar de que sus trabajos trascendieron las fronteras del país -un busto de Andresito Guacurarí fue entronizado recientemente en Uruguay, y uno del General San Martín se encuentra en Curitiba, Brasil, realizado a pedido de una universidad- y de tener tres libros de poemas publicados, aseguró que “nunca busqué la fama”.

Posadeño, nacido en Villa Sarita, dejó en claro que hasta tal punto llega su desprendimiento, que no asiste a las inauguraciones de sus obras porque “considero que mi trabajo ya está terminado, no me parece estar ahí para que me aplaudan”.

La única excepción fue cuando se descubrió el monumento a Blasito Martínez Riera, situado por la avenida Mitre, de Posadas, “un poco porque hay cierto parentesco y porque, además, me insistieron mucho los chamameceros. Iban a bailar, y yo quería estar, ver al que baila nuestra música, nuestro chamamé, es algo muy especial, y no me lo quise perder”.

A través de la fundación del Club Araucaria, Martínez reunía a los jóvenes y los preparaba para el deporte, pero también para la lucha de la vida. “Les enseñábamos a trabajar, con ese concepto de enseñar a pescar y no de dar pescado. Muchos, la mayoría, fueron cuasi hijos, que son los que aparecen en mis cumpleaños, a mostrarme a sus hijos, a sus nietos”, dijo quien supo tener talleres en Bernardo de Irigoyen, en Puerto Iguazú, en Gobernador Virasoro. En todos esos espacios, “dejé un poco la marca porque cuando le enseñás a trabajar a una persona le dura para toda la vida. Y si bien el deporte es muy importante para la juventud, si no se llega a ser un profesional, es muy diferente, porque vivimos muy lejos de los centros más importantes como puede ser Rosario, Santa Fe o Buenos Aires. Y a los que hacen deportes y están en Buenos Aires, no les alcanza. Sobre todo, en lo que hace al fútbol o al tenis, llegan a otros niveles y se van a Europa”.

Y con Misiones ocurre lo mismo. “Con el nivel de educación de los colegios, y el grave problema de los políticos que tenemos en el país, hace que todo sea mucho más difícil para los jóvenes. Hay generaciones donde la mayoría no trabaja, tanto para hacer deporte o para enseñarles, es muy difícil. Si los padres no tienen tanto poder para guiar a sus hijos, o buscar a alguien que los pueda proteger, es muy difícil que puedan surgir porque en estas últimas décadas se buscó siempre lo más fácil. Y un poco desilusionado por eso, dije, no trabajo más. Me encerré a estar pendiente de los míos”, agregó.

En la entidad, siempre funcionó el comedor porque la idea era que los jóvenes que vinieran al taller se sintieran protegidos, y sabían que, si golpeaban la puerta del club, alguien les iba a abrir. “Trabajamos duro, pero quizás acá nunca se le dio valor a ese tipo de cosas, pero hay jóvenes que vivían en la villa, que pudieron salir adelante, que son profesionales, algunos viajaron a Europa, tuvieron éxito, participando en campeonatos del mundo”, rememoró.

Entiende que, si bien no es práctico quejarse, y menos a esta altura, “en la parte de deporte en general fueron siempre cuestiones muy políticas, mucho acto para el aplauso y para levantar una banderita, pero el trabajo de proteger a los jóvenes e ir formándolos, requiere de maestros y de muchas horas. Y acá no sucede eso por parte del Estado. Pero no es un problema de Misiones, sino de concepción de país en un montón de cosas que tienen que ver con nuestros jóvenes”.

Para ellos, “cociné demasiado, muchas veces tuve que rescatarlos de las comisarías, pero son cosas que vienen de adentro, del alma, uno tiene esa concepción y sale solo. Entonces mis hijos, eran hijos de los otros barrios, porque estábamos juntos. Y yo con el arte vivo desde hace muchísimos años y me fue bien. Mis exposiciones en Buenos Aires siempre me dieron un beneficio económico importante por eso pude ayudar a mis hijos, y pude mantener al club, porque todos esos son gastos. Muy pocas veces conseguí cosas del Estado, en algunas oportunidades algo de mercadería. Creo que, si reuniera todo el dinero que gasté fuera de casa, de mi familia, sería un montón”.

Martínez añadió que si bien nunca viajó a Europa “me tocó recorrer América y significó aprender cosas y aprender a rascarse de otra manera. Acá ni siquiera te enseñan cómo tenés que rascarte. Por eso me alejé un poco”.

Contó que durante mucho tiempo trabajó la madera, y que su vida “siempre estuvo mezclada entre la escultura, la poesía y la práctica de dialogar con el público en eventos, es algo que siempre me gustó, algo que surgió conmigo. Todo fue encarado de una manera normal porque nadie me enseñó, salió y listo. Entonces a los lugares que iba, formaba el club. Y allí se reunían los jóvenes. Hay una franja, que va de los 12 a los 18 años, a la que nadie da bolilla, que se rebusca como puede y termina como puede. Algunos terminan bien pasando los 18 o 20 años, otros se complican. Entonces me dedicaba a ellos, venían a mi taller y les enseñaba a trabajar”. Sobre el nombre de la institución, refirió que la araucaria “fue siempre como un emblema para mí, como artista, un árbol centenario, inmenso, imponente, que crece en pocos lugares del mundo y que Misiones alberga a unos pocos ejemplares, porque acá hay motosierras que sólo saben cortar pino paraná, además de lapachos y cedros”. Admitió que, a pesar de que siempre le escapó a la publicidad, “era lindo ver que los pibes salieran en el diario, en televisión. Eso fue encaminando mi vida y llegado el momento también me cansé y me encerré a trabajar, y tengo poco contacto con la gente. Siempre le escapé un poco a eso, al punto que nunca estuve en la inauguración de mis monumentos”, recalcó.

Martínez conoce mucho de historia porque estudió todo lo referente a la capital misionera, pretendiendo alguna vez escribir un libro sobre ella. Pero nunca lo llevó a cabo, aunque editó varios de poesía. Nació entre la esquina de la cancha de Guaraní Antonio Franco y la Cámara de Diputados. En la zona había un pequeño caserío, con un baño en el medio del patio, que era de Claudio Báez, un músico ciego, referente del club que tenía una carpintería muy grande en el edificio céntrico donde funciona el Banco Macro.

Al explicar su costado artístico, dijo que “cada ser humano nace con una herramienta. Para mí fue la capacidad de tallar la madera, de dibujar, de escribir. Esto último lo aprendí desde muy pequeño, desde antes de ir a la escuela, jugando”. Recordó la figura de su madre, Fausta, quien “ante cada metida de pata nuestra se daba vuelta y agarraba el arreador. Era brava. El sábado de gloria salíamos a buscar escoba dura, hacíamos un buen trenzado, largo, porque el domingo te daban una paliza. Era una costumbre”. De chico, siempre miraba todo y, “sin darme cuenta, evitaba escribir en prosa sino como composición. Y de a poco, me fue saliendo en verso. Y hasta llegué a tener problemas con los profesores de castellano porque cuando había que escribir la composición de la casa, lo hacía como poesía”.

Después de un tiempo, una profesora, “en lugar de limitarme, empezó a enseñarme cosas de la poesía, porque era poeta. Era una mujer rubia hermosa, a la que le quedaban secuelas de una poliomielitis, pero me guió en la poesía, que es lo más hermoso que existe para mí. Empecé a entender algunas cosas, que era la mujer en gran medida la que nos hacía crecer y nos protegía, y que necesitaba de nuestra protección y no de nuestro machismo”.

En la escultura “comencé, como siempre, con la mujer. Me había enamorado de una, muy hermosa, que ni la hora me daba en Buenos Aires”, hasta donde llegó como atleta. Aquí recibía entrenamiento por parte del profesor José Virginio Sorzana, que había venido desde Concepción de la Sierra, y vivía en inmediaciones de la Laguna San José. “Yo quería ser atleta, quería ser ganador, y él era un tipo que sabía muchísimo y yo era un muy bueno. Entonces empecé a participar en eventos en Buenos Aires y salí subcampeón argentino. Luego me vieron referentes del Club Gimnasia y Esgrima y me invitaron a formar parte del equipo”.

En ese momento había ingresado a la policía y era oficial sumariante. “Tenías que tener tercer año, te formaban en tres meses y tenías que aprender todo lo relacionado a la parte de secretaría, los sumarios. Cuando salió lo de Buenos Aires se abrió la escuela, me invitaron a entrar, pero preferí irme. Pero acá no me querían dar la baja porque decían que tenía muchas condiciones para ser policía. Entonces hice un paquete con mi arma, y le pedí a papá (Pascual) que llevara a la jefatura. Y me tomé el tren. En aquella época era todo un teatro. Iban todos a despedirte. Era lo de un provinciano que va a triunfar a la gran ciudad”.

La figura de Andrés Guacurarí crece a través del tiempo, en la medida que se conoce a Artigas. Y en Uruguay lo conocían antes que acá, por eso le otorgan tanto valor porque alguien de la tierra colorada les done una escultura del caudillo”.

“Era triunfar corriendo, pero yo quería un poco más. Empezaba a trabajar de noche, a escondidas de la gente del club, donde vivía, pegado a El Rosedal. La otra sección está en La Plata, donde estuvo Ernesto “Finito” Gehrmann. Si bien, fuimos juntos, nos veíamos de vez en cuando en la Casa de Misiones, donde nos encontrábamos todos los de acá. Entre ellos, Heriberto Ayala, un joven que se murió por salvar a una mujer que se estaba ahogando durante el hundimiento de la lancha Pirizal. Era un gran atleta, jugaba en Gimnasia y Esgrima, y era compañero de Fino”, recordó. Y en la gran urbe, Martínez empezó a ver el arte de otra manera. Iba a las exposiciones. Miraba los cuadros, las pinturas, y eso le generaba curiosidad porque “había que mezclar colores, tenía cierta noción, pero no daba para mucho. Pero veía una escultura y me decía: yo sé hacer eso. Además, era muy estudioso en lo que respecta al cuerpo, los músculos, por el tema del entrenamiento. Y después que me enamoré de esa mujer, que mucho después me enteré que era la sobrina de José Cámpora”. La conoció sobre la calle Misiones, a dos cuadras de plaza Once. “Me acerqué, le mostré un trozo de palo de escoba, y le dije, ¿te gusta? Esto va a ser para una escultura. Ella hacía el mismo recorrido. Conseguí una especie de cortaplumas e hice un torso de mujer. Cuando pasó otro día, me volví a acercar. No quiso tomar lo que le ofrecía, la seguí por varias cuadras, hasta que se detuvo y me preguntó ¿qué es lo que querés, realmente? Y le dije, que me pagues un café. Te lo pago, pero no quiero volver a verte. Fuimos, estuvimos hablando dos horas y es la madre de mi primer hijo”. Casi sin darse cuenta, quizás fue ella quien lo introdujo al arte. Seguía yendo a todas las exposiciones, recorría Buenos Aires, “me atrapaban los campanarios, en una ciudad donde parece que la gente no mira hacia arriba”.

“Me gustaba siempre lo más clásico, porque no entendía el idioma del arte escultórico, para mí era un cuerpo humano, o una mujer, pero siempre pasaba por el cuerpo humano. Hasta que entendí que tenías que aprender al máximo, cosa que hice y estudié muchísimo sobre anatomía. Tenés dos huesos en el brazo, pero si lo girás, se cruzan y te cambian toda la forma, y ese tipo de cosas las fui aprendiendo solo. Porque como nunca estuve en un aula con un profesor, lo iba haciendo”, comentó quien, mientras trabaja, puede pasar veinte horas escuchando tango, y mirando todo lo que tiene que ver con el deporte, menos fútbol.

Para hacer la escultura de Andresito, pidió a un aborigen mbya guaraní, de una aldea de San Ignacio, que hiciera de modelo. “Estuvo todo el día sentado en un banco mientras yo daba forma a la arcilla. Quiero mucho a esa escultura. Su rostro me salió exacto. Lo encontré en la plaza el año pasado, y vino a saludarme. Lamento no haber traído aquí al cacique Lorenzo “Geniolito” Benítez”.

Martínez queda como extasiado al hablar de Posadas y de los avances de la época. Cuando su padre construyó la casa propia en Coronel Álvarez 66 -aún se conserva-, estaba llena de músicos y de boxeadores. En ese ambiente conoció a Pascualito Pérez, un paraguayo que fue campeón del mundo, pero que se inició en el Club Unión -San Lorenzo y Belgrano-, hasta adonde llegaban los mejores púgiles de la Argentina. Aclaró que todo ese terreno, que correspondía al club, fue donado por un hombre de apellido Barthe para que sea un espacio para el deporte, la recreación. Si bien el propósito se llevó a cabo, nunca se hicieron los papeles. Hasta que los nietos, que vivían en Uruguay, se dieron cuenta, hicieron juicio y lo recuperaron. “El dueño era el tipo más rico de Misiones, dueño de barcos, del edificio de prefectura. Cuando la hija se iba a casar y como iba a venir gente de Europa, mandó construir una casa para la visita. Y levantó el Savoy. Donde está el obispado estaba su mansión. Él cedió los terrenos para hacer la Catedral. Como quería vivir bien, armó una usina que estaba en la vereda de enfrente del Savoy, a mitad de cuadra, donde había un galpón muy grande. Ahí estaba la primera usina de Posadas, entonces tenía luz en su casa, en la plaza y en varias esquinas.

Describió que al Savoy se le agregó un restaurante “adonde íbamos a desayunar o a cenar con mis padres, y no cualquiera lo hacía. Si te veían ahí, ya estabas en otro nivel. Mis padres eran muy bailarines. Cuando éramos chicos, iban ahí o al Parque Japonés, hasta que se incendió. Después estaba la Gruta del Tigre, que estaba en la vereda de enfrente del Museo Cambas. Era una casa grande tipo mansión, ancha y larga, que en el fondo tenía un escenario. Ahí tocaban las orquestas, pero había sábados en los que se hacía boxeo. En ese lugar, un tío mío de apellido Mongelós mató a otro boxeador. Estuvo preso en la cárcel de Posadas, en la esquina de la plaza San Martín. Había domingos en los que mamá le llevaba ropas, y yo la acompañaba para visitarlo”.

En el centro de la ciudad los jóvenes no podían entrar a un cumpleaños, casamiento o baile en una casa, si no era de saco y corbata. “Me compré mi primer saco blanco, pantalón azul oscuro, camisa celeste y corbata roja, subiendo bolsas de yerba a los barcos. Con esos fines, estaba acostumbraba la muchachada a hacer changas en el puerto. Éramos estibadores. El que iba, trabajaba”, confió. También para los carnavales, todos iban a trabajar al puerto porque carnaval significaba dos clubes. El más fino, al que pertenecían “mamá y mis hermanas, era la Casa Paraguaya o El Progreso. En último caso el Social, en San Lorenzo y San Martín. Pero para nosotros era el Mitre y el Urquiza, que era el que amanecía, el más mencho de todos. El Mitre traía a conjuntos brasileros que tocaban en la plaza 9 de Julio, después iban por Bolívar, San Lorenzo, La Rioja y terminaban dentro del club. Tenías que bailar apretado, de tanta gente. Después íbamos al Urquiza, y ahí se tiraba agua a baldazos. Esa era la diversión”.

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