Además, México tiene una peculiaridad: su problema tiene principio pero no fin. Se busca a quien desapareció en los años 60 y al que se perdió hoy
Salvador Morales sostiene una carpeta con la fotografía de su hijo desaparecido, Alan Morales, durante una reunión de la Red Milynali, un colectivo de familias que asisten en la búsqueda de familiares desaparecidos.
NUEVO LAREDO, México.- Los restos de un pie quemado pero todavía con tejido dio una pista clara: esta casa en ruinas junto a la frontera con Estados Unidos, con techos calcinados, impactos de bala y marcas de hachazos en el suelo había sido utilizada para hacer desaparecer personas hasta fechas recientes.
Después de casi seis meses de trabajo, los peritos no se atreven a estimar cuántas personas pudieron haber sido desaparecidas en este “sitio de exterminio” de Nuevo Laredo. En una pequeña habitación, la masa compactada de restos humanos y escombros llegaba a unos 50 centímetros de altura.
Todavía hay incontables trozos de huesos humanos esparcidos en los más de 7.000 metros cuadrados del árido rancho y alambres retorcidos que aparentemente fueron usados para atar a las víctimas.
Cada día, los peritos guardan todo lo que encuentran -huesos, botones, aretes, trozos de ropa- en bolsas de papel en las que detallan el contenido: “Zona E, Punto 53, I Cuadrante. Fragmentos de restos óseos con exposición al fuego”.
Graciela Perez, fundadora de la Red Milynali, un colectivo de familias que asisten en la búsqueda de familiares desaparecidos, examina la tierra de una fosa clandestina.
Al llegar al servicio forense de la capital de Tamaulipas, las bolsas apiladas en cajas esperan su turno junto a otros restos. Tendrán que pasar meses hasta que sean analizadas porque hay pocos recursos y demasiados fragmentos, demasiados desaparecidos, demasiados muertos.
La casa de Nuevo Laredo es la más dolorosa evidencia de la magnitud del fenómeno de los casi 100.000 desaparecidos de México, las 52.000 personas sin identificar en morgues y cementerios y los miles de restos calcinados que sólo pueden cuantificarse por kilos. Y estas cifras no dejan de crecer.
“Sacamos un caso y nos llegan 10”, se lamentó Oswaldo Salinas, jefe del equipo de identificación de la fiscalía de Tamaulipas. “Sacamos un caso y nos llegan 10”, se lamentó Oswaldo Salinas, jefe del equipo de identificación de la fiscalía de Tamaulipas.
Tampoco hay avances en la justicia. Según datos de la Auditoría Federal de la República, de las más de 1.600 investigaciones abiertas en la fiscalía federal por desapariciones forzadas -a manos de las autoridades- o individuales -a manos de los cárteles- ninguna llegó a los tribunales en 2020.
Sin embargo, el trabajo forense continúa. Se trata de encontrar respuestas, aunque sólo sea para la familia de alguna víctima.
En medio de la devastación una perito sonríe: acaba de encontrar un diente sin calcinar, un tesoro donde todavía puede haber ADN.
Al recorrer por primera vez los últimos 100 metros del camino de terracería hasta llegar a la casa de Nuevo Laredo, Jorge Macías, titular de la comisión estatal de búsqueda, y su equipo tuvieron que ir cortando la maleza a la vez que levantaban los restos óseos que hallaban para no destruir evidencias. También encontraron un barril metálico tirado en un bebedero, palas y un hacha con restos de sangre. De fondo, se oían los disparos de un enfrentamiento.
Casi seis meses después todavía hay unos 3.000 metros cuadrados del rancho sin procesar.
La casa en ruinas ya está vacía pero tiene cuatro zonas renegridas, cuatro puntos de cremación. En lo que pudo ser un baño los peritos tardaron tres semanas en levantar cuidadosamente la masa compacta de restos humanos, concreto y llantas derretidas, explicó Salinas, encargado de los trabajos en el lugar. Todavía hay marcas de grasa en las paredes.
Macías encontró la casa en agosto cuando buscaba a más de 70 personas a las que se les perdió la pista en la primera mitad de 2021 en un punto de la autopista que une esta ciudad con Monterrey, la de mayor trasiego comercial entre México y Estados Unidos.
El lugar se conoce como el kilómetro 26. Es una frontera invisible, la puerta de entrada al reino del Cártel del Noreste, una escisión de los antiguos Zetas.
En pequeñas construcciones junto a la carretera hay puestos que venden café y comida. También combustible robado, facturas falsas y droga para evitar el sueño al volante. Celulares anónimos graban a cualquier visitante que ven sospechoso. Más al norte, la carretera está flanqueada por postes de luz con impactos de armas de grueso calibre.
La mayoría de los desaparecidos aquí eran camioneros y taxistas pero también había al menos una familia y algunos ciudadanos estadounidenses. Una decena fueron localizados con vida.
Según explicó en julio Karla Quintana, titular de la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB), las desapariciones parecían estar relacionadas con una disputa entre el Cártel Jalisco Nueva Generación, que quiere entrar en la zona, y el del Noreste. No está claro si esas personas hacían traslados ilegales, por ejemplo de migrantes, si sus vehículos fueron confundidos o si la intención era simplemente generar terror.
El fenómeno de las desapariciones en México estalló en 2006 con la guerra frontal contra los cárteles. Durante años el gobierno miró para otro lado mientras la violencia vinculada al crimen organizado crecía y los familiares de los desaparecidos se veían forzados a convertirse en detectives.
Gracias a su incansable lucha en 2018, al final de la anterior administración, se aprobó una importante ley de la que surgieron nuevas instituciones con este gobierno. Primero se creó la CNB, a la que siguieron comisiones locales en cada estado; se aprobó un protocolo sobre cómo buscar de manera efectiva y separar los trabajos de búsqueda de la investigación criminal y más recientemente nació el Mecanismo Extraordinario de Identificación Forense, un ente temporal e independiente con apoyo de Naciones Unidas con el que se espera agilizar el trabajo pericial pendiente desde hace años.
El número oficial de desaparecidos se elevaba el domingo a 98.356. Sin haber vivido las guerras civiles ni las dictaduras militares de otros países latinoamericanos, esta cifra sólo es superada en la región por Colombia, un país marcado por cinco décadas de conflicto armado interno.
México tiene, además, una peculiaridad: su problema tiene principio pero no fin. Se busca a quien desapareció en los años 60 y al que se perdió hoy, incluidos los migrantes que cruzan el país.
El gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador fue el primero en reconocer públicamente la magnitud del problema, en hablar de “sitios de exterminio” -un concepto que no es legal pero que tiene gran calado político- y el primero en buscar activamente a los desaparecidos.
El propio mandatario garantizó en 2019 que no faltarían recursos para esta labor. Sin embargo, la CNB, que iba a tener 352 empleados este año, sigue con 89. La que lidera Macías, con presupuesto para 22, sólo ha cubierto una docena de plazas. No es cuestión de dinero, sino que los trabajadores no han pasado los controles de confianza.
Las desapariciones son consideradas el crimen perfecto porque sin cuerpo no hay delito. Y los cárteles son especialistas en encargarse de que no haya cuerpo.
“Si un grupo delincuencial tiene el control total de una zona hacen lo que llamamos ‘cocinas’, porque se saben cómodos”, explicó Macías. “En áreas que no son de ellos y donde los contrarios pueden detectar con facilidad el humo, hacen fosas”. “Si un grupo delincuencial tiene el control total de una zona hacen lo que llamamos ‘cocinas’, porque se saben cómodos”, explicó Macías. “En áreas que no son de ellos y donde los contrarios pueden detectar con facilidad el humo, hacen fosas”.
Según el comisionado, todos los cárteles operan de forma similar. La historia reciente de México lo confirma.
Graciela Perez, fundadora de la Red Milynali, un colectivo de familias que asisten en la búsqueda de familiares desaparecidos, se seca las lágrimas durante una entrevista.
En 2009, en la otra punta de la frontera, un operador del Cártel de Tijuana confesó haber “cocinado” en sosa cáustica a 300 víctimas de ese grupo. Ocho años después, un informe de un centro de investigación público mostró que durante años lo que oficialmente era una cárcel en realidad era un centro de operaciones e incineración de los Zetas en Piedras Negras, en el centro de la frontera con Estados Unidos.
El recuerdo del mayor lugar de estas características de Tamaulipas, “La Bartolina” -que significa calabozo-, un área lacustre en la desembocadura del Río Bravo controlada por el Cártel del Golfo, todavía sobrecoge al comisionado Macías. La primera vez que fue vio “pelvis, cráneos, fémures, todo ahí tirado... Me dije, ‘no puede ser’, no daba crédito”.
La fiscalía federal sigue trabajando en el lugar de donde se han recuperado ya más de 500 kilos de restos óseos. Había reportes periodísticos sobre “La Bartolina” desde 2016, pero cuando Macías llegó hace unos cuatro años “oficialmente el sitio no existía”.
Según los servicios periciales estatales, en Tamaulipas se han localizado unos 15 “sitios de exterminio” y numerosas fosas clandestinas.
En 2010 impactó el descubrimiento de 191 cuerpos enterrados en una de las rutas de los migrantes que cruzan este estado hacia la frontera estadounidense. Siguió el hallazgo de muchas más fosas de una a otra esquina de México. El caso de los 43 estudiantes desaparecidos en 2014 en el sureño estado de Guerrero, todavía sin esclarecer, demostró la complicidad entre el crimen organizado y las autoridades. Sólo tres de los jóvenes han sido identificados gracias a fragmentos óseos quemados.
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