Los que no se quedaron en casa para salvar al resto: "Éramos como máquinas con miedo"

2022-05-27 19:46:12 By : Ms. Amite Qiu

DOS AÑOS DEL ESTADO DE ALARMA

El 14 de marzo de 2020, en una comparecencia para la Historia, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, anunció el primer estado de alarma contra la pandemia de covid-19, introduciendo un confinamiento estricto que recluyó a millones de personas en sus casas durante dos meses. Dijo en un encuentro posterior que "el coronavirus no entiende de clases", pero no era verdad: la crisis sanitaria afectó más a los más vulnerables, los más pobres, los más oprimidos, los que se suelen llevar la peor parte de todo.

Automáticamente se introdujeron varias brechas más. Los que mantuvieron su empleo y los que no; los que disfrutaban de un hogar confortable y los que no; y los que se pudieron quedar en casa y los que tuvieron que seguir saliendo a la calle, enfrentándose a un posible contagio sin saber apenas nada del virus, sus mecanismos y sus consecuencias, para mantener la vida de los demás. Fue el caso de Gema, limpiadora en el hospital de La Princesa, en Madrid; Ángel, trabajador de una funeraria en Gijón y voluntario de Cruz Roja; y Juanfran, bombero de la capital que ayudó a trasladar los cientos de cadáveres que se amontonaban en las residencias.

Todos fueron imprescindibles: "esenciales", como se decía hace dos años. Todos recuerdan aquellos días con la impresión de circular por calles vacías, el miedo, la incertidumbre y la difícil gestión emocional de ver la muerte cara a cara. Hay quien reconoce que el trauma permanece, en la cabeza y en el corazón; quien pudo superarlo gracias al apoyo mutuo; y quien prefiere no pensarlo mucho y salir adelante. Todos dieron la cara y los tres merecieron, y merecen, los aplausos a las 8 que ahora se narran como un recuerdo lejano.

"Era llegar al trabajo y no saber lo que encontrarte. No sé cómo resumírtelo... era como un sueño, como estar viviendo un sueño, o más bien una pesadilla". Gema, subcontratada por Ferroser, trabaja limpiando el hospital universitario de La Princesa, en Madrid. No hubo apenas tiempo para asimilar lo que se venía: en una semana, el centro pasó de tener apenas un puñado de ingresados por covid a que todas las camas tuvieran un respirador al lado.

El hospital, al principio, no les consideró como personal "de alto riesgo": su empresa peleó para que tuvieran acceso a Equipos de Protección Individual (EPI). Muchas compañeras mayores se dieron de baja, al ser personal de alto riesgo. Las que quedaron trabajaban, como narra Gema, "como máquinas con miedo": con ansiedad, con ataques de pánico, pero sin poder parar porque el sistema sanitario también depende de ellas, aunque no nos acordemos cuando hablamos de "los sanitarios".

La trabajadora, afiliada a CCOO, explica que las empleadas de limpieza tenían que bajar a diario a los sótanos del centro hospitalario a dejar las sábanas de los enfermos de covid para su desinfección. Fue donde se empezaron a acumular los cadáveres y los ataúdes. "Veías, a lo mejor, 50 ataúdes... intentabas no mirar, pero llegó un momento en el que los bajaban en bolsas".

El miedo se acrecentó cuando, a principios de abril, un compañero del servicio de limpieza falleció repentinamente de covid. "Eso nos provocó muchísima más angustia porque pensábamos que de un día para otro nos podíamos morir". Las consecuencias físicas, no solo psicológicas, se empezaron a acumular. "Veníamos ahogadas a casa todos los días", narra, "con la garganta quemada de tanta lejía".

Gema, explica, no ve bien de cerca, ni ella ni sus compañeras. Lo achaca a que nadie les explicó que las gafas no se desempañaban bien con alcohol, y lo aplicaron a diario en las lentes, para posteriormente colocarse el EPI. "Nos estábamos quemando los ojos sin saberlo", explica. A día de hoy no ha pasado la enfermedad, pero sufre sendos cuadros de depresión y ansiedad. "¿Crees que se te ha agradecido el sacrificio que hiciste?", le preguntamos. "No", responde, lacónica.

Ángel trabaja como coordinador de servicio en Funeraria Gijonesa. Cuenta su vivencia con pena, pero con entereza. "Tristeza" es la palabra que repite a menudo. No temió por su salud, asegura: la empresa los protegió adecuadamente. Sí echó muchas horas, aunque no se celebraran funerales. "Gijón es una ciudad que tiene 2.900 fallecidos al año y esos días superamos los 4.000 muertos. Imagínate", asegura. Es difícil imaginárselo.

"Tristeza" por el contacto con los pocos familiares a los que se les permitía velar a sus seres queridos; solos, sin poder compartir su dolor, rotos por la impotencia y el miedo. "Veías la desesperación de esas familias. Lo viví eso... muchísimas veces. Incluso a veces, las mismas familias son las que te daban ayuda y consuelo a ti. Es una demostración de la ciudadanía de Gijón, que hizo valer su entereza", asegura, orgulloso.

"Llegábamos a casa y nuestra cara lo decía todo. Fue una guerra sin balas", asegura. Pero a pesar del dolor y del agobio, Ángel se sentía feliz de "poder poner algo de nuestra parte". Lo llevó al siguiente nivel: como voluntario de Cruz Roja, estuvo sirviendo en el albergue habilitado en el polideportivo de la Tejerona, de la ciudad asturiana, en plena primera ola.

No fue fácil: "Le dábamos cobijo a todo el que no tenía una casa donde vivir. les dábamos de comer, aseo, comida... todo lo que necesitaran. Pero había mucha gente con conflictos familiares y personales, con un desarraigo social completo, y allí estaba encerrada. Se vivieron momentos complicados. Fue una lección".

Preguntado sobre las secuelas psicológicas que sufre de lo vivido hace dos años, Ángel prefiere no pensarlo. "No te sé decir. No acierto a comprender en qué me ha hecho daño esto a mí". No solo fueron sanitarios y policías los que dieron la cara por entonces, recuerda. "Somos muchos los que estuvimos todos los días. También nosotros, que somos el último eslabón de la cadena".

El día a día de Juanfran, sargento en el cuerpo de bomberos de Rivas Vaciamadrid, cambió radicalmente en aquel infausto marzo de 2020. Hasta entonces, su equipo se dedicaba a lo habitual: fuegos, accidentes, emergencias. En cuestión de días, la crisis sanitaria eclipsó a lo demás. Empezaron con unos cuantos voluntarios ayudando a las funerarias madrileñas a gestionar a los fallecidos. "Pero luego, nos encomendaron a todas las residencias de la Comunidad de Madrid".

Cada mañana recibían una lista con los nombres de los fallecidos. Tenían que ir a cada centro, comprobar cada nombre correspondía a un deceso real, recoger el cadáver y trasladarlo a la funeraria o al Palacio de Hielo, convertido en morgue improvisada. Pero la terrorífica realidad no correspondía con los papeles. "La sorpresa llegaba cuando había mucho más fallecidos que los que constaban, y gente que llevaba muerta ocho y diez días". Se encontraban a trabajadores absolutamente sobrepasados, con bolsas de basura como EPÎ, que cuando comprobaban la muerte de un residente, cerraban la puerta y se marchaban.

Juanfran, como sargento, era el encargado de entrar en primer lugar a las habitaciones. "Yo entraba solo. Las puertas se cerraban detrás de mí. Y lo que me encontraba era muy fuerte". Evita entrar en detalles, pero se presupone lo dantesco de las escenas, fruto de la descomposición de los cuerpos. Como le explicaron los psicólogos, intentó hacer el trabajo más fácil a los compañeros que le sucedían. Tapaba con sábanas los cuerpos y daba la vuelta a los cuadros y a las fotografías, para que los bomberos no se derrumbaran al pensar en que no se trataba de un bulto, sino de una persona con sus seres queridos, su familia, su vida llegada a término.

"Cuando te pones el casco parece que te aíslas. Pero hay imágenes que se te quedan", explica. Sus compañeros y él, asegura, han podido salir adelante a nivel psicológico gracias al apoyo mutuo. "Hemos utilizado el diálogo entre nosotros. Al final de todas las intervenciones que teníamos, hablábamos entre nosotros para compartir cómo nos sentíamos". Al principio de la emergencia sanitaria, explica, la Comunidad de Madrid les pidió que no contaran lo que estaban haciendo, para no generar alarma. "Íbamos en camiones sin identificativo". Pero cuando se evidenció la gestión nefasta de las residencias en la Comunidad, con un protocolo que negaba la atención médica a los ancianos, los gestores de la administración autonómica les mandaban periodistas para que contaran su labor.

Poco a poco, los bomberos de la Comunidad de Madrid volvieron al trabajo rutinario pre-pandemia. Pero hay cosas que han cambiado para siempre. "Ha habido un incremento de otro tipo de intervenciones. El porcentaje de intentos de suicidio se ha incrementado mucho. Hemos tenido que comprar material nuevo, como colchones disuasorios para la gente que salta". Al igual que para Gema, Ángel y Juanfran, aún es difícil asumir y aceptar el impacto de lo que vivimos, sin olvidar la memoria de los que dieron la cara.

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